martes, 5 de febrero de 2008

AJEDREZ, MI AMOR


AJEDREZ, MI AMOR

A la tierna edad de 10 años, una mujer me empujó a los brazos del ajedrez. Por aquel entonces, ya me sentía veterano y jubilado de la práctica del béisbol, deporte que había empezado a jugar a los 2 años de edad, como cualquier niño cubano.

Jugar al béisbol me gustaba, pero entrenarlo del modo en que me vi forzado a hacerlo, ya no me gustaba tanto. Me sentía cansado de aquella vida de deportista precoz, así que decidí abandonar la práctica del deporte de las bolas y los strikes, para relacionarme con aquel deporte sólo practicándolo como un juego más, pero estaba decidido a no volver a pisar el estadium del pueblo, a no ser para, desde el graderío, disfrutar viendo jugar a otros.

Desde ese día de mi jubilación beisbolera, empecé a quedarme en mi aula del colegio, con mi auxiliar pedagógica y el resto de los pocos chicos que no practicaban ningún deporte. Allí estábamos condenados al aburrimiento hasta las 4 y 20 de la tarde.

Mi cuidadora se aficionó a conversar conmigo. Me hablaba de su vida, o cosas por el estilo que ahora mismo no recuerdo bien. Sí sé que cada vez se apegaba más a mí. Cuando todos se iban, ella me pedía que me quedara para que la ayudara a organizar el aula, y poco a poco llegó a pedirme que la acompañara a su casa.

Con la edad que tengo ahora, se me ocurre pensar que tal vez esa chica me veía con otros ojos diferentes a aquellos con los que deben mirar una profesora a un alumno de 10 años. Yo no sospechaba nada raro. Ella en su casa me daba de merendar mientras charlábamos. Sin embargo, yo empecé a sentirme mal con aquel trato diferenciado, sobre todo porque llegaba a casa más tarde de lo acostumbrado.

Al contarle lo que me pasaba a un buen amigo de clases, él me recomendó que me escapara del aula, y me explicó cómo tenía que hacerlo. Me dijo: “Mira, cuando llegue el profesor de ajedrez, que es un poco despistado, le dices a la auxiliar que te vas a matricular en el área de ajedrez, así tendrá que dejarte marchar".

Así mismo lo hice. Ella me dejó marchar con cara tristona. Una vez en los predios de los ajedrecistas, no me matriculé nada, y me marché para mi casa. Así hice varios días, pero poco a poco me fue interesando el deporte de las 64 casillas. Mirando y preguntando, aprendí cómo se movían cada una de las piezas de este juego, y poco a poco empecé a echar las primeras partidas.

Un día, uno de mis amigos, le dijo al profesor, (para fastidiarme) que yo quería inscribirme en el área de ajedrez. Me inscribieron sin que yo dijera nada. Al mes estábamos jugando todos contra todos y gané una plaza para las competencias provinciales. Luego, unos meses después, fui al provincial de mi categoría inmediata superior. Para entonces, ya el ajedrez era para mí un verdadero vicio. Jugaba 5 y 6 partidas diarias y llegué a tener un nivel de juego bastante alto.

Cuando a los 11 años matriculé en la escuela vocacional Ché Guevara de Santa Clara, enseguida intenté matricularme en el área especial de ajedrez. Pero tuve la mala suerte de encontrarme con un profesor de baloncesto que me dijo que allí no matriculaban en ajedrez, que no había profesor de ese deporte. Me engañó vilmente procurando que me anotara en el deporte de los aros y los balones color naranja, pero lo mío era el ajedrez. Hasta del béisbol me había olvidado.

Al final me dije: “Si no hay ajedrez, no entraré en ningún otro deporte”, así que probé suerte en el mundo de la cultura, (todo valía para no ir a trabajar al campo por las tardes), y allí conseguí que un instructor de música me fichara para cantar en una orquesta. Allí me enseñaron a tocar los bongoes, y claro, cantaba, casi siempre formando parte de los coros, más que de solista.

No obstante, de vez en cuando echaba yo alguna partida y asombraba a muchos profesores y estudiantes de la escuela, pues ganaba mucho más de lo que perdía.

Un buen día me enamoré de una chica, y a esas edades la cosa pasa por impresionar a la dama que tienes entre ceja y ceja, y a mí no se me ocurrió nada mejor que impresionarla dándomelas de buen ajedrecista. Seguramente hablé más de la cuenta. Seguramente le dije que yo apenas perdía con nadie, y esa chica quiso hacerme tragar mis palabras, así que se puso a buscar por toda la escuela, un contrincante que me derrotara.

Era como un juego de poder. Yo iba venciendo uno a uno a aquellos chicos que me traía, ciego de amor por ella, pero un buen día sucedió lo inevitable. Perdí. A partir de entonces decidí, no romper con ella, pero sí con el ajedrez. Luego de recibir sus burlas, le dije que jamás volvería a tocar un tablero. Como buen Escorpio, lo cumplí casi a cabalidad.

Fue mi padre quien muchos años después me pidió que jugara una partida con un amigo suyo. A él le daba mucha alegría verme derrotar a sus amigos, así que cuando alguno se las daba de gran jugador, él (mi padre) que no sabía jugar nada de nada, y que jamás fue capaz de enseñarme a jugar al dominó, me echaba a pelear, tablero por medio, con sus amigos, y la verdad, es que nunca perdí con ninguno.

Hace muchísimo tiempo que no toco un tablero y ya no me atrevo. Nunca me gustó perder, y me escandalizo cuando veo cómo mi vista y mis reflejos para ese deporte, los he perdido casi totalmente. Sin embargo, estoy esperando que mi hija cumpla algunos años más para enseñarle a jugar. Parece que otra mujer, en este caso mi pequeña, me hará de nuevo desempolvar el tablero y las 32 piezas de mi olvidado ajedrez.

TADEO

2 comentarios:

Lidia M. Domes dijo...

Qué bonito relato, Tadeo... Seguramente tu niña logrará reconectarte con el juego-ciencia...

Besos...

Lidia

JOSÉ TADEO TÁPANES ZERQUERA dijo...

Sí, Lidia, ese es mi deseo. Ya veremos. Besitos.
Tadeo